Nunca lo olvides

Jaime se acostó en su cama, sintiendo cómo las fuerzas se escapaban por los dedos de sus manos, sin que pudiera hacer nada para evitarlo; aún encontrándose en ese estado, por fin pudo reconocer que había logrado su objetivo: llevaba ya muchos años intentando dejar de amar, de sentir algo por alguien, y aquella noche su ego se alzaba victorioso sobre su alma.

Creyó conveniente hacérselo saber a su propia conciencia que lo había conseguido, pues durante todos esos años de amarguras, de desidias amorosas, lo único que había obtenido había sido el sufrimiento de no sentirse correspondido, por lo que el camino a tomar era el adecuado, el único que le quedaba.

– Esto es lo que querías, ¿verdad? – dijo con la voz entrecortada, orgulloso de su hazaña – Pues bien, ya lo he conseguido.

Fue al esconderse entre las sábanas, colocando la manta de manera que le permitiese tener los hombros cubiertos durante toda la noche cuando una imagen se le escurrió en su mente. Había intentado pensar en cualquiera de esos mundos imaginarios en los que se sumergía mientras esperaba que el sueño lo arrebatase de la vigilia, en los que imaginaba situaciones incomprensibles, de las cuales no importaba la finalidad de su presencia porque nunca conseguía terminar la ensoñación, durmiéndose a los cinco o diez segundos de haberla invocado.

Parecía como si Dios mismo le hubiera querido contestar, tomando el relevo de su propia conciencia, atacando en el lugar concreto que más daño le podía hacer: se trataba de Catalina, una mujer que conocía desde siete años atrás, con la que compartió muchos buenos momentos de su vida, pero siempre en compañía de más gente.

Su corazón se detuvo, inundándole un sentimiento de impotencia que redujo su logro a la insignificancia de un ignorante. Si creía que era capaz de dejar de amar, ¿por qué le dolía el alma al ver una representación mental de ella?

Pareció detenerse el tiempo y contempló pausadamente la escena: ella bajaba por una calle cercana a su casa, y él había hecho una pausa en su trabajo como barrendero para saludar a Fernando, un viejo conocido, que había aparecido por su zona minutos antes; habían estado hablando de temas variados, pero al ver que su figura se acercaba por la acera de enfrente y que Catalina se desviaba momentáneamente de su trayecto para saludarlos, su pulso se aceleró hasta tal extremo que su amigo se percató del hecho, interrumpiendo el hilo de la conversación.

Contempló su avanzar como si nunca antes lo hubiera visto, descubriendo de nuevo cómo sus anchas caderas le permitían una seguridad en su andar que únicamente ella poseía; ataviada con su amplio pantalón níveo con cinta de goma entrepasada en la cintura, combinado con una chaquetilla corta de cuadros diminutos, bajo la cual una blusa blanca anudada formando un lazo permitía adivinar la suave textura de sus senos, le hizo despedazar cualquier atisbo de frialdad que Jaime llevara en su carácter en esos momentos. Aquel jueves, en contra de lo que era usual en ella, sus largos cabellos negros caían lánguidos sobre sus hombros, arrancando brillantes destellos al incidir la tímida luz del sol sobre ellos.

A medida que se acercaba, pudo comprobar lo que en la distancia no había podido percibir: sus ojos, tan azules como el cielo raso que se alzaba sobre sus cabezas, eran dos focos de luz tan peculiares que, en las anteriores ocasiones de su vida en las que había tenido la oportunidad de intercambiar algunas palabras con ella, se había percatado que su alma se sentía desnuda al verse observado por ellos. No sabía si era el color o la imagen interior del iris, formando un laberinto de terminaciones nerviosas que le excitaban hasta un punto inimaginable, la que le causaba aquella rara sensación, pero lo que sí podía asegurar era que únicamente le ocurría con ella. Sintió su perfume a un metro de distancia, aquella fragancia que conocía tan bien y que, después de haber estado sudando a causa de la rudeza de su trabajo, le hizo sentir incómodo bajo su uniforme naranja de barrendero.

Un “Buenos días, Jaime” se dibujó en aquellos finos labios, que tan delicadamente habían sido recubiertos por su excepcional gusto con el maquillaje, al tiempo que su dulce y melodiosa voz lo desarmaba por completo.

Respondió automáticamente, sin dejar de perder la oportunidad de memorizarla un poco más en sus recuerdos, mientras ella les comentaba la razón que le impedía quedarse a charlar con ellos, dándoles la espalda en breves instantes.

– Se te cae el culo por ella.

– Ya, lo sé – respondió un anonadado Jaime. – ¿Acaso tú, cuando realmente te ha gustado alguien, has podido olvidar el sentimiento, aunque no te hayas sentido correspondido?

– La verdad es que no – respondió Fernando.

– Pues así me siento.

Todavía quedaba en el aire algo su fragancia, que le acompañó en su mente el resto de aquel día. E incluso, en esos momentos en los que se encontraba rememorando en su habitación aquél fugaz encuentro, creía que su perfume inundaba el espacio circundante de su alrededor.

¿Cómo había podido ser tan imbécil?, pensó. Había tenido la oportunidad de decirle la verdad de lo que su corazón sentía por ella, pero siempre encontraba una excusa que le parecía mejor, dejando escapar tan especial sentimiento.

Sin poder apartarla de su cabeza, llegaron las palabras de algunos de sus conocidos, pronunciadas años atrás, pero que se le quedaron grabadas a fuego en su mente: “Pero si está gorda y fofa”, comentaron en más de una ocasión. “Y su carácter… con esa no te comes una rosca en tu vida”. A pesar de todo esto, ¿se podía impedir amar a una persona?

Dos pitidos de su reloj de sobremesa le marcaron que el tiempo no había transcurrido en balde. ¿Las dos de la madrugada? ¿Cuánto tiempo llevo acostado? Intentó cambiar de postura, pero no lo consiguió: su cuerpo no respondió al movimiento, dejándolo en la misma posición en la que se encontraba.

Esto es malo, muy malo – pensó.

Sintió como su alma agitaba a todo su ser, en respuesta al sentimiento que había anidado en su corazón y que no había querido aceptarlo: La amaba. Era reconocerlo lo que más le costaba, porque en muchas ocasiones, al hablar con alguno de sus conocidos, le insistían que siempre hacía lo mismo, que debía cambiar, dejarse de tantos romanticismos inútiles, y mirar a las mujeres desde la perspectiva superior que todos los hombres debían ejercer sobre ellas. Ante aquellas ideas, Jaime se sentía el ser más desgraciado del mundo, pues ni las aceptaba ni las compartía y, mucho menos, podría ponerlas en práctica. Bajo los ojos de “sus amigos”, era un blandengue, con un corazón de gelatina que no merecía la pena pertenecer a un hombre. Reconocerlo ahora era mucho peor, a esas alturas de su vida, porque sabía lo que iba a suceder y ese sentimiento le hizo sentir rabia e impotencia.

Si tuviera más tiempo…

Su pensamiento viajó hasta la edad de cinco años, cuando observó cómo su padre, tendido en el lecho que lo conduciría a la muerte, lo observaba con aquellos ojos verdes tan luminosos que había heredado, acariciándole su mejilla, mientras su madre lloraba desconsoladamente a su lado.

– Cristina, no llores. Sabías que esto ocurriría.

– Lo sé, pero creía que era una de tus historias, como tantas otras veces. ¿Qué haré sin ti?

– Tienes a nuestro hijo. Quizás él sea capaz de evitar la desgracia de mi familia.

Veinticinco años tenía su padre cuando abandonó este mundo, los mismos que Jaime cumplía ese día. En su linaje, desde tiempos inmemoriales, debido a alguna desconocida razón, los varones morían a esa edad. Sólo engendraban niños, pero a todos, desde el más insignificante de ellos hasta el más admirado, caían a consecuencia de esa degeneración cromosomática.

Les había ocultado a cuantos lo habían rodeado de tan desgraciado mal, e incluso había considerado la posibilidad de aprovecharse de esa maldición para conseguir que Catalina se apiadara de él, desechando pronto la idea por considerarla repugnante e indigna de haberla siquiera pensado.

¿Por qué no había sido sincero con ella?, se preguntaba. Intentó formular la pregunta al aire, como si hubiera alguien entre las cuatro paredes que constituían su habitación que pudiera responderle, pero los músculos de su rostro se negaron a reaccionar.

– Así comienza, ¿verdad, papá?

Era por evitarle el dolor que mi padre le causó a mi madre. Pero… ¿Por qué no se lo contó? Al menos sabría lo que sentía, aunque no le sirviera de nada. Ahora estoy solo, y la idea de encontrarme así ante tal acontecimiento me desborda. Si al menos hubiera podido descargar mi alma de tan apesadumbrada carga…

Sentía paralizarse poco a poco cada miembro de su cuerpo, con el lento fluir de la sangre bombeada por un corazón que dejaba de funcionar en intervalos regulares de tiempo, sufriendo en su cerebro pequeños espasmos de lucidez, al tiempo que su alma se resquebrajaba de dolor.

– Catalina.

No había sido su cuerpo, sino lo que experimentaba al encontrarse cerca de ella, lo que le provocaba sentirse el hombre más feliz del mundo. A veces, encontrándose juntos, aunque hubiera habido más gente alrededor, tenía la impresión que aquellos momentos eran únicamente para ellos, aunque ella no fuera consciente de la dimensión e importancia que tenían para él.

Todavía podía recordar el día que le insinuó que saliera con él, sintiendo vergüenza por la forma en como lo hizo: si hubiera sido él mismo, como cada noche que se enfrentaba a su propio “yo”, y no se hubiera resguardado bajo las absurdas teorías de aquellos que creyó que eran sus amigos, Catalina hubiera tenido otro concepto de él y quizás… Pensar en lo que podría haber ocurrido le atormentaba, maldiciendo su suerte de no haber podido amarla como ella se hubiera merecido.

Miró hacia atrás, en sus recuerdos: ¿Cuántos días había desperdiciado en preguntarse si ella era la mujer de su vida? Había dudado demasiado, e infinidad de veces, había perdido el tiempo cuando, aún seguro de lo que sentía por ella, quiso probar fortuna con las que el destino puso a su alcance durante el transcurso de los días. ¿Le había servido de algo todo eso? De nada.

Un profundo dolor le recorrió longitudinalmente toda la columna vertebral, inmovilizando más aún su maltrecho cuerpo. Sus brazos caían sin vida junto a sus costados, mientras ni siquiera ya podía mover los párpados, pues éstos se encontraban exentos de cualquier impulso nervioso que pudiera accionarlos.

Comenzó a recordar todas aquellas veces que estuvo hablando con ella, en las que en más de una ocasión no pudo evitar desviar su mirada hacia aquellas manos tan hermosas que tenía, o incluso alguna que otra vez siguió el recorrido de su piel a través de su vestido, imaginándose los lugares que podrían encontrarse bajo él ¡En cuantas ocasiones imaginó besar aquellos labios o abrazar aquel cuerpo bajo sus brazos!

– Fíjate: está como una vaca – era la voz de Juan, uno de esos conocidos que tenían el firme pero antediluviano convencimiento que las mujeres sólo servían para traer hijos al mundo.

– ¿Y qué? ¿Acaso importa su cuerpo? ¿No somos nosotros dos toneles de cerveza? Lo que importa de verdad es la persona. Ahora, haz el favor de desaparecer de mi mente. Si me queda poco tiempo de vida, me gustaría pasarlo con ella.

Eran las voces y los pensamientos de todos los que había conocido en vida, aquellos que le habían provocado una mayor pérdida de tiempo. Si no los hubiera tenido tanto en cuenta, no hubiera permitido transformar su corazón en un témpano de hielo, influido sin duda por el carácter de ellos.

El último latido de su corazón llegó y con él, la pérdida paulatina de su conciencia, del último reducto de su ser que se aferraba a una imagen: era Catalina, con aquellos ojos azules que tanto lo habían cautivado, aquel cabello oscuro que le daba tan magnífica belleza a la mujer con la que su vida habría tenido otro sentido, e incluso ese cuerpo que anheló durante muchas noches como esa. No sólo era su mirar, su forma de ser, sino lo que realmente le hacía sentir completo era el sentimiento que despertaba en su interior, y que con ninguna otra le sucedía así.

– ¿No había sido un desperdicio haberle dotado de un corazón capaz de amar, cuando ni siquiera había sido digno de utilizarlo debidamente?

Su último y definitivo suspiro, en un desorbitado esfuerzo por mantenerse con vida unos instantes más, vino acompañado de multitud de recuerdos que afloraron a su consciente. Pero de todos ellos, sólo uno se consolidó lo suficiente como para reconocer en él la silueta y la voz de su abuelo materno que, el mismo día de su muerte, lo mandó llamar, sentándolo sobre su regazo. Tenía entonces catorce años.

– Jaime, ¿sabes cuál es el propósito de la vida?

– Sí, Elo. Es el dinero. Con él se vive más feliz.

Su abuelo, con los profundos ojos grises de su madre, lo miró con un rostro de ternura y compasión, mientras una lágrima rodaba por su mejilla.

– No, Jaime, no. El propósito de la vida es el amor. – La expresión de Jaime se tornó en sorpresa, pero conociendo la sabiduría de su abuelo, lo escuchó como si le fuera la vida en ello. – Pero no que te amen, pues eso es muy fácil. Es sentir que tu corazón ama verdaderamente a alguien. Es lo único que podrás llevarte de este mundo cuando mueras, quedándose aquí todo lo demás. Nunca lo olvides, pequeño.

– No lo olvidaré, Elo.

Sintió su conciencia desgarrarse, mientras las brumas del olvido arrancaban el alma de su corazón. El último destello de lucidez que iluminó su cerebro le hizo resplandecer una imagen, la de Catalina, sintiendo cómo el vacío se alojaba en su cuerpo sin vida, mientras su espíritu se liberaba de las ataduras de este mundo. Su último pensamiento fue para sí mismo, reconociéndose como el sentimental que siempre había sido, en contra del pensamiento de la sociedad que lo rodeaba.

(R) 1.998 Alejandro Cortés López.