Halo de Alma
1
Las lágrimas caían por su rostro, sintiendo como las saladas gotas de su alma se colaban por entre sus finos labios y humedecían su paladar con éstas, haciendo a su cuerpo reaccionar con pequeños espasmos de dolor que no sabía cómo controlar.
Intentaba contener los gemidos, pero le era imposible, y sabía que en cualquier momento podría verla su hermano, con lo que el riesgo de volver a pegarle sería mucho mayor.
Le tenía miedo, sí, porque él era el mayor y aparte era el más fuerte. Prácticamente había forjado su carácter en las calles, rodeado de gente de su tipo, sin importarle nada los sentimientos de los demás, yendo a lo suyo y nada más. Para él, sus hermanos eran mano de obra barata a la que no tenía el más mínimo aprecio.
– Elena, ¿qué te pasa? – preguntó su otro hermano, Kiko, «el soplillo» (porque entre cada frase su hirsuto cuerpo no podía evitar soplar el aire que albergaba en sus pulmones).
– Juan me ha pegado. Mira – le enseñó la parte posterior de la espalda, a la altura del omóplato derecho, mostrándole un amoratado cardenal que amenazaba a cubrirle toda la espalda. – Ha sido por – hip – no coger las – hip – manzanas de una señora que – hip – se había distraído – hip.
Kiko bajó la mirada, comprendiendo que, aunque él fuera el segundo de los cinco hermanos, no tenía la valentía suficiente como para plantarle cara a su hermano mayor, que también podría zurrarle con la misma facilidad que a ella.
– Tranquila, no llores – dijo mientras la abrazaba, sintiendo el latir de su joven corazón alterado por las circunstancias – Si lo haces, no podré ver tus preciosos ojos que tanto me recuerdan a los de mamá.
– Háblame de ella, por favor, Kiko.
Su hermano sabía que, al mencionársela, podría hacerle olvidar momentáneamente el dolor que su cuerpo sufría, y lo hizo con esa intención.
– Mamá era muy bella, casi tanto como tú, con esos preciosos ojos negros que has sacado de ella. Era muy alta y alegre, siempre sonriendo y abrazándonos. Para ella siempre fuiste su preferida, Elena.
– ¿Por qué no puedo acordarme, Kiko?
– Porque eras muy pequeña cuando nacieron los gemelos. Además, se llamaba como tú. A veces decía que, cuando fueras mayor, serías muy guapa.
Elena miró a su hermano con los ojos de llenos admiración, sonriendo por primera vez desde que se recluyera a sí misma en ese mundo de soledad que se había convertido en su escudo protector, abrazando con más fuerza a Kiko y sintiendo que él sí constituía parte de su familia.
– Te quiero, Kiko.
– Lo sé, Elena.
2
Acababan de recoger a Carmen, pero no consiguieron evitar la tentación de detenerse momentáneamente frente a un puesto ambulante de dulces y observar con sus hambrientos ojos cómo una niña, mucho menor que ellos, compraba un generoso merengue, comiéndoselo camino de su casa.
– Elena – dijo Carmen – quiero un dulce.
– Hoy no puede ser, pequeña – lamentó con amargura.
Casi al mismo tiempo de haber pronunciado Elena su negativa, apareció un chiquillo un poco mayor que su hermana y, entregándole veinte duros al vendedor, éste le dio un enorme merengue que, por un despiste del chico, se precipitó al enlosado.
– No te preocupes – dijo el vendedor – toma otro.
El chico se alejó comiéndose su apetitoso bocado, mientras Elena, Kiko y Carmen miraban el merengue caído en el suelo, hasta que ésta última se acercó hasta él, recogiéndolo.
– ¡Suelta eso, niña! – le espetó el vendedor, quitándoselo de las manos y tirándolo a un cubo de la basura cercano.
Desolados, emprendieron el camino de regreso a su casa.
3
Alrededor de la fogata que constituía todo su hogar, Carmen, Jaime, Kiko y Elena, comían los pocos alimentos que éstos habían podido conseguir de su jornada de búsqueda entre las basuras de la ciudad, bajo la atenta mirada de Juan y su nueva conquista, Desiré, que se estaba aprovechando del trabajo de los tres primeros para estar en compañía del mayor.
– ¡A ver si os esmeráis más, que hoy habéis traído muy poco!- les espetó Juan sin contemplaciones.
– El dinero, Juan, háblales del dinero – le dijo Desiré en voz baja.
– ¡Y a ver si conseguís más dinero!
Los tres permanecían con la cabeza gacha, royendo sus panes duros como piedras sumidos en un silencio sobrecogedor, mientras Juan y Desiré se levantaron de la hoguera y se dirigieron a una cómoda esquina donde dormir juntos sin tener que estar pendiente de los miembros más pequeños de su familia.
Una vez que terminaron de cenar, apagaron la hoguera y dispusieron de sus cartones en el suelo, para acostarse sobre ellos sin que se clavaran las piedras que componían el despejado lugar en sus pequeños cuerpos.
4
Las luces de la ciudad se fueron apagando paulatinamente, sumiendo el lugar en una oscura penumbra, mientras éstos se sumergían en el sueño reparador de la noche.
– Elena, despierta.
Elena oyó la voz, pero creyó que se trataba de un sueño, por lo que siguió arropada bajo los cartones, sin moverse.
– Elena, Elena.
– Ay, Kiko, cállate.
– Elena, despierta.
– Déjame – dijo ella atizando el hombro de su hermano una sonora bofetada.
– ¡Eh! ¿Qué te pasa? – dijo éste con voz soñolienta y medio dormido.
– ¿Por qué me llamas? – preguntó Elena.
– ¿Yo? Estás soñando. Has sido tú la que me has llamado. ¡Duérmete!
Transcurrieron unos minutos, en los cuales Elena se preguntó si había estado soñando o no había llegado realmente a quedarse dormida. Al final, se convenció que debía haber sido una ilusión suya y, cambiándose de posición, se quedó dormida.
– Despierta, Elena.
Esta vez sí la había escuchado: una voz, procedente de alguna parte, le había hablado. Tenía un tono distinto al de su hermano, y por más que intentaba quitársela de la cabeza, en su interior seguía reverberando el sonido.
Tenía miedo a abrir los ojos, pues la oscuridad de la noche era tan tenebrosa que, en ocasiones, le había parecido que las inmóviles sombras se cernían sobre ella, acechándola.
– Elena, despierta.
Pero en aquella voz había algo especial, que le creaba una zozobra en su corazón.
– Levántate. Abre los ojos.
Las sombras de la noche se abrieron paso al levantar sus párpados, mientras se incorporaba del suelo y escudriñaba alrededor, en busca de la persona que había hablado.
– ¿Dónde estás? ¿Quién eres?
Nadie. No había ni un alma en las proximidades, excepto los gemelos y Kiko. De su hermano mayor y su querida, ni rastro.
Buscó por todos lados, pero no había nadie.
Harta ya de perder horas esenciales de sueño, se dio la vuelta para volver a acostarse de nuevo.
– No te vayas, Elena.
– ¿Quién está ahí? – preguntó aterrorizada.
– Yo.
– ¿Y quién eres tú?
Silencio.
– Elena, ¿dónde vas? – preguntó Jaime, uno de los gemelos.
– Duérmete, pequeño – susurró ella mientras se acostaba junto a sus dos hermanos más pequeños y les arropaba con su propio cartón – No voy a ninguna parte.
Las sombras se abatieron de nuevo sobre Elena, pero fue en el preciso momento en el que su hermano se quedó dormido cuando la Voz volvió a dirigirse a ella, iluminándose un foco de luz muy cerca de donde se encontraba.
– ¡Apaga esa luz! – exclamó ella irritada.
– Elena, despierta.
– Ya estoy despierta, ¿quieres apagar la luz?
– Si apago la luz, no me escucharás.
– Mejor: al menos, podré dormir.
– No, no puedes dormir, Elena.
– ¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?
– Soy la Luz y, simplemente, lo sé.
– Déjame, apaga la luz. ¡Quiero dormir!
– No, Elena, no. Escúchame.
– ¿Por qué?
– Tú serás la luz del mañana, Elena.
– ¿Yo?
– Sí, tú.
– No seas tonta, Luz, ¿quién me va a querer a mí?
– Yo.
– ¿Por qué?
– Porque tú eres mi elegida.
– ¿Y por qué yo y no otra?
– Porque eres afortunada.
– ¿Quién, yo?
– Sí, tú.
– ¿Afortunada? Mis padres han muerto, mi hermano me explota, me pegan, me dejan de lado… ¿Soy afortunada?
– Sí, lo eres.
En ese momento, la luz se apagó, despertándose su hermano Kiko.
– Elena, ¿con quien hablas?
– ¿Has visto a la luz? Ella me ha hablado.
– Estás loca, niña. ¿Por qué no te callas y duermes? Como Juan nos vea despiertos, nos va a zurrar.
– ¿Pero de verdad no has visto la luz?
– No, y duérmete ya.
Fue en el mismo momento en el que su hermano comenzó a roncar cuando la luz volvió a aparecer, esta vez muy cerca de ella, moviéndose ligeramente de un lado para otro.
– Hola, Elena.
– ¿Qué quieres de mí? ¿Por qué no me dejas en paz?
– Ven conmigo, Elena, ven.
– ¿Adónde? No tengo ningún sitio al que ir.
– Ven conmigo.
– ¿Por qué dices que soy afortunada?
– Porque tienes un buen corazón, Elena.
– ¿Y eso para qué sirve?
– Para amar, Elena.
– ¿Para amar? ¿Y eso qué es? ¿Lo que hace mi hermano con su novia?
– Eso no es amar.
– ¿Y qué es amar?
– Lo que los padres hacen con los hijos.
– Pero yo no tengo padres, Luz. ¿No te has dado cuenta de eso?
– Pero tú sientes como una madre, Elena.
– ¿Yo?
– Sí, cuidas de tu hermana pequeña con todo tu corazón.
– Pero, ¿por qué yo?
– Porque a alguien le tenía que tocar, y has sido tú.
– ¿Y si no quiero?
– No puedes ser un eje de balancín: o estas en un lado, o en otro.
– No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
– Si amas, no puedes odiar, Elena.
Y diciendo esto, la Luz se esfumó, sumiendo de nuevo en la más lóbrega de las oscuridades todo lo que rodeaba a Elena, mientras ésta, con la suave y aterciopelada voz en el interior de su mente, se quedaba profundamente dormida.
5
Un nuevo día se abría paso a través de las sombras de la ciudad, apartando cuidadosamente los jirones de oscuridad en los que se sumían los edificios circundantes.
Una patada, propinada por su hermano mayor, la despertó bruscamente.
– ¡Ay!
– Venga, levanta. Ve a ganarte el pan de cada día, niña.
Puntapiés semejantes repartió entre sus hermanos más pequeños, sin importarle el lugar en donde incidieran sus botas.
– ¡Y traédme cosas vendibles!
Los cinco hermanos partieron hacia ese mundo desconocido y miserable en el que pasaban la mayor parte del tiempo, atentos a cualquier despiste por parte de esos afortunados poseedores de dinero y hogar que les pudiera serles útil de algún modo.
Después de haber desayunado algunos frutos salvajes que crecían en los árboles de la ciudad, Jaime – el más pequeño de los gemelos – divisó a un pequeño de su misma edad que jugaba con su novísima bicicleta, sin que hubiera ningún mayor a su cuidado.
Cual ave rapaz, se acercó hábil y silenciosamente por detrás y, en un descuido, empujó al pequeño, derribándolo al suelo y haciéndose éste con la bicicleta, alejándose de su verdadero propietario a todo pedalear.
– Mira, hermanita, lo que he conseguido.
Elena observó la hazaña de su hermano, pero su corazón no estaba en las condiciones adecuadas para aceptar hechos como aquél por lo que, tras regañar y darle un tirón de orejas a Jaime, salió en busca del pequeño, que lloraba a brazo partido sobre uno de los bancos existentes en la cercanía.
– Eh, pequeño. Toma tu bici.
El chico, desconcertado, la miró con la cara llena de lágrimas, y un instante antes que éste recuperara su velocípedo, apareció el padre de la criatura, agarrando a Elena por la muñeca y dándole una fuerte bofetada en la cara, que repartió de la violencia su despeinado cabello sobre el rostro.
Sentía el ardor de su mejilla izquierda recorrerle toda la cara, percibiendo cada una de las terminaciones nerviosas de su rostro acumulando sangre en aquel lugar por la violencia del golpe, aprovechando ese momento de desconcierto para salir corriendo de allí y dirigirse hacia lo alto de un árbol, en donde nadie pudiera alcanzarla ni molestarla.
Cuando la claridad del día comenzó a desaparecer y su ego había recuperado parte de su vitalidad, bajó del árbol, dirigiéndose hacia su casa con el estómago presa del vacío y el hambre.
Nada más llegar al lugar que constituía su casa, descubrió a su hermano mayor bronqueando a sus otros hermanos, pero al verla a ella, su rostro cambió de pronto y se dirigió hacia donde se encontraba.
– ¿En qué estabas pensando cuando devolviste la bici?
Y antes que pudiera contestar, él descargó su puño sobre la otra mejilla, para compensar el moratón que presentaba en el carrillo izquierdo, precipitándola hacia el suelo.
– ¿Eres imbécil o qué? – preguntó éste.
Elena mantuvo los ojos bajos, sin querer levantar la vista para enfrentarse a su hermano.
– ¿Qué me fumo yo ahora, niñata?
Su hermano continuó profiriendo expresiones de mal gusto mientras se alejaba, al tiempo que Elena intentaba recuperar un poco su maltrecha compostura, cosa que por mucho que intentó, no consiguió.
Miró hacia sus hermanos, pero éstos le volvieron la cara, aislándola por completo de la «unidad familiar» que habían creado entre ellos.
Sacando un mendrugo de pan con el que se había entretenido durante todo el día, y royendo sus duros bordes, se dirigió hacia el rincón del callejón que le serviría también de lecho, en el que se encontraban sus cartones y las pocas pertenencias que consideraba suyas.
6
– Elena, despierta.
Era otra vez aquella Voz, la que la noche anterior había estado atormentando su alma, y que gracias a la cual tenía toda la culpa de gran parte de lo que le había ocurrido durante el día.
– Elena… Elena.
– ¡Cállate! Me vas a gastar el nombre – replicó ésta. – ¿Por qué no te vas a molestar a otra parte?
– Despierta. Abre los ojos.
– ¿Para qué?
– Para que puedas verme, Elena.
– ¿Acaso es tu luz? No quiero verte. Déjame.
– No, Elena. ¿Qué te ocurre?
– ¿Que qué me ocurre? Hoy me han pegado por tu culpa.
– ¿Por mi culpa? ¿Por qué?
– Porque devolví una bici robada.
– ¡Muy bien hecho!
– Pero me han pegado por ello. ¿Acaso no hice bien?
– Sí. Pero no estés triste, Elena.
– Por culpa de todo lo ocurrido hoy, no he comido. ¡Tengo hambre!
– Si abres los ojos, te aseguro que no pasarás hambre, Elena.
Temerosa, pero al mismo tiempo, confiada por la serenidad con la que la Voz se dirigía hacia ella, Elena abrió los ojos, descubriendo ese luminoso círculo de luz moviéndose a su alrededor.
– Hola, Elena. Gracias por confiar en mí.
– ¡Bah! Sigo teniendo hambre.
– Tranquila. Ven conmigo.
– ¿A dónde? No tengo ningún sitio al que ir.
– Sí, ven conmigo.
La oscuridad envolvió todo su alrededor, desapareciendo el destello de la luz. Se sintió completamente perdida, en la más absoluta de las soledades, sin que ningún sonido llegara hasta sus oídos.
– Voz, ¿dónde estás? ¿Por qué te has ido?
– No me he ido, Elena. Estoy a tu lado.
– ¿Y por qué no te veo?
– Mira al frente.
Justo en el lugar donde le indicaba la Voz, una imagen comenzaba a vislumbrarse en la oscuridad. Permaneció atenta, al tiempo que su corazón experimentaba un vuelco cuando la imagen se volvió nítida.
Allí estaba el chico de aquella mañana, al que le había devuelto la bicicleta. Su padre, sentado en la cama, acariciaba suavemente sus cabellos, mientras su madre lo arropaba delicadamente, sumiéndose éste en un plácido sueño.
Los padres, cuando el pequeño se hubo dormido, salieron de la habitación y contemplaron la bicicleta, que tocaron levemente con las manos.
– Y pensar que he pegado a la chica que se la ha devuelto.
– Mañana, si quieres, saldremos en su busca y la recompensaremos – le consoló su mujer.
– Sí, pero esta noche será muy larga para mí, querida.
– ¿Ves? Hiciste bien.
– Pero él me pegó.
– Las reacciones de los mayores son imprevisibles. Él creyó que tú eras la ladrona.
– Sí, pero…
– ¿Puedes imaginar cómo se siente, Elena?
– No lo sé.
– Durante toda esta noche y hasta que empiece a olvidarse del suceso, se acordará de ti. Se lamentará una y otra vez de haberte pegado, y jamás volverá a hacerlo.
– Pero mi hermano…
– Tu hermano es un pobre desgraciado.
El silencio se adueñó de nuevo de ellos, apagándose la imagen que habían estado contemplando y regresando de nuevo al lugar en el que solía Elena dormir.
– ¿Qué quieres de mí, Luz?
– Quiero que vengas conmigo, Elena.
– ¿Por qué?
– Te necesito.
– Pero hay otros mejores que yo…
– No. Te quiero a ti, no a otra.
– ¿Por qué?
Silencio. La luz se extinguió, y una tenebrosa oscuridad se cernió sobre ella.
– ¿Te has ido, Luz?
– No. Estoy aquí.
– ¿Por qué no te veo? Tengo miedo.
– Tienes que decidirte, Elena.
– ¿Decidir qué?
– Si quieres venir conmigo o no.
– Si me voy, ¿qué pasará con mis hermanos?
– Ellos siempre estarán contigo.
– Pero, ¿quién los protegerá?
– Yo cuidaré de ellos.
Elena ya había decidido, pero no se sentía con fuerzas para expresar lo que su corazón quería transmitir.
– Tengo sueño, Luz.
– Duerme, Elena. Acuéstate.
Así lo hizo, y a medida que la Luz se extinguía, su cuerpo se iba sintiendo más pesado, cayendo en un sueño que la arrastraba a un mundo onírico desconocido.
7
Faltaban unos minutos para el amanecer, y dos luces jugueteaban en la inmensidad de las penumbras. Una de ellas, muy luminosa, indicaba el camino a seguir a la otra, mucho más pequeña, pero tan brillante como la primera, comenzaba a resplandecer en un mundo tan distinto al que había conocido hasta entonces que aquellas primeras dificultades no supusieron ninguna traba.
Una noche, en las calles de una desconocida ciudad, un chico se resguardaba bajo unos cartones, intentando conciliar el sueño, mientras se preguntaba por qué las cosas tenían que ser tan injustas, cuando escuchó una femenina voz que se dirigía directamente hacia su corazón:
– Enrique, despierta…
(R) 1998 Alejandro Cortés López